Son muchos los años pasados desde que Manolo y yo, casi niños, desgastando alpargatas y batiendo el polvo carretera arriba, carretera abajo, paseando las tardes de domingo y fiestas de guardar en nuestro Albolote natal, urdíamos ilusiones para el futuro en unas circunstancias entonces nada propicias para hacerlas realidad desde el punto de partida en el que nos encontrábamos. Con él tiempo, é1 se trasladó a la capital y yo di el gran salto a los madriles, creando ambos nuestros propios mundos pero en el mismo campo de batalla -é1 con los pinceles, yo con la pluma- y aquella amistad íntima y entrañable quedó interrumpida en la distancia, que no en el afecto, durante décadas. Vino a reunirnos de nuevo el arte, su arte, que buscaba el camino de una auténtica y peculiar personalidad. Tuve la oportunidad de conocer lo que hacía, organizándole aún dos exposiciones en Madrid – en las galerías Edaf y Richeliu -, y más recientemente llevar su obra a la capital mundial del arte, donde lleg6 a obtener un segundo Premio en el II Salón de Invierno Ciudad de Nueva York.

 

              Sirva este preámbulo, que creo necesario, para justificar el comentario crítico sobra la pintura de Manolo Rodríguez, porque en este ejercicio, con frecuencia demasiado frívolo, es obligado conocer la vida y la evolución de la obra del autor para no incurrir en absurdas necedades. Y así, dándole vueltas a la idea, me atrevería a desclasificarlo ya, a estas alturas, de su encasillamiento naif, que efectivamente lo fue en sus principios cuando se inicia de forma autodidacta y desarrolla su trabajo de manera intuitiva, pero en tanto que los demás artistas que cultivan este género primitivo a ingenuo, y ocasión he tenido de revisar el trabajo de esta tropa entrañable, desde la recientemente desaparecida Mari Pepa Estrada hasta La Chunga, Yiyo Moro o Mercedes Barba, por citar algunos de los múltiples ejemplos en que se agrupan quienes así se definen y que no han sabido o tenido capacidad de evolucionar hacia una obra más personal y distante tal como ha ocurrido con un Gamboa, los dos Borrás o Evaristo Guerra y algunos otros, muy pocos, entre los que tenemos a Manolo, que perfeccionándose con el tiempo en el dibujo y en la composición han traspasado los imperfectos límites de los naifs para desembocar en otras aptitudes plásticas más severas. Y en el caso que nos ocupa, en un surrealismo fresco y renovado tales son las simbologías que ordena en el. cuadro mediante eso automatismo psíquico que definía André Breton como síntesis de este movimiento desarrollado por quienes huyen de lo real para refugiarse en el inconsciente, en los sueños, en la sorpresa de un nuevo lenguaje de signos imaginados.

              

              En la obra de Manuel Rodríguez, que ha alcanzado ya su madurez, encontramos repetidamente una iconografía consecuente con el contacto de su mundo íntimo que es Granada y lo granadino, la simbiosis de las tres culturas que lo dieron su personalidad única o irrepetible, lo árabe, lo judío y lo cristiano, el granado fruto del que toma su nombre, lunas en sus diversas fases sobra cielos luminosos bañando atalayas alhambrinas o fuentes, estanques y acequias de agua cristalina, la cueva gitana que se alumbra con la llama del candil y la leña que arde en la chimenea al tiempo que caliente la perola de garbanzos con matanza, la guitarra y la castañuela, la pandereta y la carraca, el lebrillo y la tinaja, o la lágrima que en forma de pompa de jabón se desliza por la rama del árbol llorando soledades y penas. Y al fondo de cada cuadro, que es un espectáculo fantástico inventado por el pincel de Manolo Rodríguez, nos adentra en un universo de silencios sólo rotos por el trinar de los grillos entro los trigales de la vega o el eco lejano de un cante «jondo» desde el Sacromonte como un lamento escapado por el alma dolorida de un gitano de mirada clara, pelo negro y piel aceitunada, como los viejos hijos de la tierra nuestra.